Ahmed es sirio, tiene cuarenta años y vive en Bonn desde hace dos. Es corpulento, de tez morena, cara lampiña y con una oreja más grande que la otra. Lo conocí en clases de alemán. En Al Malikiya —una ciudad en el noreste de Siria en la frontera con Turquía y cerca de Irak— vivía con su esposa y llevaba adelante su propia farmacia. Le iba bien hasta que vino la guerra y se quedó sin nada.