Hacía años que no jugaba al fútbol en cancha de césped, once contra once, y vine a hacerlo en Köln con iraníes. Me invitó Gerardo, un uruguayo que una vez fue a jugar con un grupo de amigos y se equivocó de día. Los que estaban ocupando la cancha lo aceptaron de todos modos y terminó por jugar con ellos todos los domingos. Son en su mayoría taxistas, un trabajo dominado por la colonia iraní. Tan es así que los días que juega su selección o hay un partido importante en Teherán, es imposible encontrar taxi en Köln.
Enseguida se notan dos cosas: que se pasan gritando cosas inentendibles y que son horribles. Lo primero es una ventaja; mejor no entender si te la están pidiendo o te están puteando, y lo segundo es gracioso porque son unos perros pero además son infantiles. Todos los laburantes sedentarios salvo contadas excepciones son malos futbolistas pero en este caso había algo raro; no lo saben, o peor aún, piensan que son buenísimos. Cada vez que reciben la pelota la pisan, amagan, la llevan un poquito para allá, otro poco para acá, se dan vuelta, un pie se la pasa al otro, y todo eso absoluta y totalmente al pedo. Mientras tanto los demás gritan. Todos se la comen y acaban por perderla. Gerardo ya me lo había comentado y pensé que exageraba hasta que los vi.
A la semana siguiente me llevó a jugar con alemanes. Estos tampoco eran muy buenos individualmente pero eran mucho mejores como equipo. Juegan callados y entienden el juego. Tal vez se deba a que tienen mayor cultura futbolística, más tradición, pero me parece que también es un tema de idiosincrasia.
Recuerdo que en el liceo un profesor de química comentó una vez en clase que a él le gustaba vernos jugar al fútbol en el patio porque haciéndolo se daba cuenta de cómo éramos como personas, que allí se veía quién era solidario, quién era tranquilo o calentón, quién era egoísta o generoso, serio, agresivo, rebelde, perezoso. Esa observación que hacía a nivel individual vale también pensando en el colectivo, extrapolando al país.
En el mundial de Brasil, la selección de Costa Rica clasificó primera en su grupo derrotando a Uruguay e Italia y empatando con Inglaterra. Pasó a cuartos de final al eliminar a Grecia por penales y entonces debió enfrentarse con Holanda. La fortaleza de Costa Rica estaba en la defensa: había recibido dos goles en cinco partidos y contra los tulipanes aguantaron 120 minutos los embates de Robben y compañía. Keylor Navas se atajó todo y llegaron nuevamente a una tanda de penales.
Hasta ahí yo iba por Costa Rica a pesar de que los holandeses habían hecho todo para ganar y merecían la victoria. Pero llegaron los penales y la mentalidad de unos y de otros se vio en esos instantes. Los dos equipos esperaban el desenlace en el círculo central. Los holandeses estaban de pie. Los ticos se arrodillaron. Recuerdo haber pensado que en ese momento habían perdido el partido. Qué imagen más espantosa ver un equipo arrodillado rezando, al lado de un equipo de pie. Un minuto antes de que terminara la prórroga el técnico holandés había hecho un cambio que sería decisivo: puso al arquero suplente, un especialista. Esos penales fueron los únicos minutos que jugó Tim Krull en todo el mundial y dieron sus frutos, atajó dos de cuatro y Holanda clasificó a semifinales. Dios no juega a los dados. Al fútbol tampoco.