Mientras el cerebro del bebé es un volcán activo al que aún no se le ve lava brotando, un prodigio de actividad silenciosa pero de vértigo llenando el disco duro con información fundamental, el del padre, por el contrario, se ve reducido a dirigir tareas domésticas prosaicas y aburridas. El tiempo que antes invertías en llenar tu propio disco duro de pavadas desaparece y vos andas por la casa al servicio de la nueva vida, paseándolo a horas psicopáticas, cambiando un pañal premiado, haciendo una bolita con un moco que no es tuyo.
Esta changa de ser padre no es changa, pero al principio, sobre todo, no es ser padre. Pasar a vivir con un bebé ha sido, los primeros meses, una prueba para el cuerpo más que para el espíritu. El asunto es, antes que nada, algo muy orgánico: la tarea principal es que la criatura crezca en tamaño y que dentro de lo posible lo haga en silencio. Esto requiere brazos, y los brazos requieren cervicales y lumbares, no una conciencia de padre.
Así las cosas, los tres primeros meses la relación es pobre, no hay interacción. Soy padre porque los papeles lo dicen y aunque llevaba más de un mes siéndolo, meciéndolo, no sentía que estaba practicando la paternidad sino un servicio de asistencia personal con cama.
Mi amigo Italo, que es a su vez amigo de las teorías, me contó que los humanos nacen antes de tiempo, porque el tamaño de la cabeza les impediría nacer más tarde, al año de la gestación, cuando estarían en mejores condiciones de enfrentarse al mundo exterior. De manera que nacen antes, y salen crudos: no enfocan, no sostienen la cabeza, no reconocen ni a su madre, y mucho menos al pelotilla que la acompaña con torpeza y pundonor.
Hasta que a eso de los tres meses, justamente al año de gestado, sin previo aviso, Vicente sonríe. Y poco después dice gugl. Y un día llego a casa y me doy cuenta de que me sonríe porque me reconoce. Su alegría me dice ¡hola viejo! Y entonces sí, siento por fin que empiezo a ejercer.
Sin embargo el momento en que más sentí mi nueva condición no fue en un momento alegre, sino en uno de tensión y angustia. Resulta que hubo que operar a Vicentico de una hernia inguinal. Es una operación menor, ambulatoria, pero él también es menor y que le hagan un tajo con cuatro meses no le gusta a ningún padre. Ahí está: soy padre. Desde que lo supimos hasta que lo operaron debimos adherir al show del covid y atravesar la creciente ansiedad en cuarentena e hisoparnos los tres, además de ver cirujano y anestesista y hacerle una ecografía.
Cuando por fin llegó el día resultó que el cirujano operaba dos bebés y había dos turnos, así que la coordinación no era muy complicada pero sin embargo coordinaron a los dos para la segunda hora. Como no se pueden adelantar por el ayuno necesario para la anestesia, hubo que postergar la del bebé de mayor peso, que es el que aguanta el hambre más tiempo. Ese era Vice así que ahí lo tuvo la madre en brazos hora y media más de lo debido, por suerte dormido. Cuando despertó, ella ya estaba con él en la sala de espera. Lo entregó y volvió a la habitación.
La operación dura quince minutos, así que no pasó mucho rato hasta que vinieron a buscarla para que volviera. La idea es que despierte en brazos de la madre y darle la teta enseguida. Yo me quedé en la habitación. Pasó media hora. Pasó una hora. Empecé a lamentar que Estefanía no hubiera llevado el celular. Pasó hora y media. Llamé a las enfermeras. Me dijeron que no pasaba nada. Pasaron dos horas.
En ese tiempo pensás que nada puede salir mal, es una operación común, sencilla, el cirujano y el anestesista eran unos cancheros bárbaros. Y sin embargo, no pasa pero pasa. ¿Y si le dieron anestesia como para dormir a un jugador de la NBA? ¿Y si el cirujano se equivocó de lado? ¿Y si al abrir encontró un alien? Bueno, esas dos horas fui padre. Y la segunda fui mucho más padre que la primera.
Normalmente les dan raquídea y al estar dormidos de la cintura para abajo se duermen del todo, pero como habían pasado ocho horas desde la última teta, cuando entró al quirófano, lejos de dormirse, quería destrozar las instalaciones. Tuvieron que agarrarlo entre cuatro para sedarlo, no te miento. Esto hizo que luego demorara en despertar. Había una explicación lógica, claro. Pero ya voy viendo que la paternidad está reñida con la racionalidad, y lo que es peor, en beneficio de la ansiedad, uno de los estados mentales más abominables del Sapiens.
Poco antes de la operación ocurrió otro episodio que grafica lo que es ser progenitor: como la madre lo iba a acompañar hasta antes de entrar, debía ponerse ropa especial. Que se quitara la ropa de calle y se pusiera eso, le dijeron señalando lo que estaba sobre la mesa. Ella así lo hizo, se quedó de soutien y bombacha y se puso un ponchito azul que se ataba por detrás, de papel tnt transparente. Quedaba en pelotas, practicamente. Se le veía la ropa interior y era extraño estar así con eso y de zapatillas. Agradecí no ser yo quién lo acompañara, porque exhibir este cuerpito con el indecente slip que llevaba puesto, ya no de boxer, hubiera puesto a prueba mi pudor.
—Qué raro esto, ¿no? Atame bien atrás para que no se me abra.
—Te ato, pero por más nudo que le haga se te ve hasta el apellido.
—Si hubiera sabido me ponía bombacha y sutién del mismo juego.
—Sí, la verdad. Y algo más sexy, ese culote post-cesárea no da. Pero bueno, los médicos están acostumbrados a ver de todo.
Estábamos comentando eso cuando vino una enfermera para avisarnos de la demora. Dicho esto, saludó y se fue pero al llegar a la puerta se detuvo, volvió y le preguntó a Estefa:
—¿Vas a acompañarlo tú?
— Sí.
— Tienes que sacarte eso y ponerte esto —y señaló otra bolsa que estaba sobre la mesa—. Lo que tienes puesto es para que se lo ponga el otro acompañante sobre la ropa de calle.
En la bolsa había un precioso conjunto de tela gruesa, blanca, típico de enfermero. Esto demuestra dos cosas: que cuando estás nervioso no razonas muy bien, y que cuando sos progenitor, por tu hijo, estás dispuesto a hacer cualquier cosa.