Vicente cumplió su primer año en abril del 2021, cuando Uruguay era el peor país en cantidad de muertos por covid en relación a la población —gracias a la solitaria y oligofrénica política de la libertad responsable—, de manera que el ambiente no estaba para hacer fiestita. Afortunadamente este año la cosa aflojó y pudimos festejarle, así que allá salimos a ver salones, comprar sorpresitas, elegir lo dulce y lo salado, purgar la lista de invitados y enseñarle que muestre su edad con los dedos. Tal vez el plural sea algo excesivo: la madre llevó la voz cantante y yo me limité a los coros y a poner el plástico cuando me fue solicitado.
Desde un mes antes estuvimos comiendo tortas y muffins en casa, porque Estefanía hizo toda la mesa dulce y no era cuestión de improvisar. Dos tortas de tres pisos con fondant, dos brownies con dulce de leche y merengue, y una cantidad no numerable de muffins transformaron la casa en un infierno para celíacos.
Y llegó el día. Fue una fiesta de mucho adulto y poco niño porque Vice no ha hecho amigos aún y los amigos de los padres, salvo honrosas excepciones, se reprodujeron prematuramente y ahora tienen hijos que agarran el auto sin permiso y lo chocan. Ya vendrá la algarabía infantil el año que viene, esta vez pudimos disfrutar a frecuencias de sonido y decibeles razonables, mientras Vice andaba por todos lados sin hacerse cargo de que era el homenajeado, hasta que llegó el momento de soplar las velitas.
Debo confesar que no era consciente de lo que ese modesto ritual puede llegar a significar. Si uno se pone a pensar en lo sencillo y primitivo que es rodear a alguien, cantarle y que unos fueguitos coronen los honores, y siente en carne propia cuán efectivo es esto, entiende por qué es una tradición que se mantiene y la canción es la más cantada del mundo. Por cierto, no sabía que había sido compuesta en 1893 por una maestra jardinera estadounidense y que tenía copyright y todo, qué loco. Y claro que he disfrutado siendo el protagonista, pero ver a Vicentico mirando a los presentes mientras le cantábamos, con una sonrisa, feliz de la vida, me emocionó como nunca.
Así pues, la vida da revancha y la cuchipanda estuvo preciosa. Y tanta revancha da, que viendo a Vicente con una sonrisa de oreja a oreja, recordé que mi madre siempre contaba que en mi cumpleaños de dos me lo pasé toda la fiesta con cara de ojete. Habrá sido por algo importante pero el motivo nunca se supo ni se sabrá. Hay tres fotos de aquel día, porque soy el segundo hijo y en aquella época los carretes salían un pastón. Blanco y negro, las fotos. En las tres estoy serio como mulita en fábrica de charangos. Así que esta vez nos desquitamos, como pueden ver.

