Hace dos veranos Vicente me preguntó por qué el fuego da luz. Qué buena pregunta, me quedé pensando, y qué buena pregunta, acabé diciendo. Estábamos acostados en el pasto mirando las estrellas y se me dio por contarle que esos puntitos de luz en realidad eran enormes pero se veían así de chiquitos porque estaban muy lejos. Y me preguntó por qué están lejos. Me pareció que aún no estaba para la teoría del Big Bang, y le dije que hacía mucho tiempo que se estaban yendo. Por no saber bien qué estaba a su alcance comprender, agregué más información aún más difícil, le dije que eran unas bolas de fuego enormes, más grandes que la casa en que estábamos y que lo que veíamos era la luz que daba ese fuego. La pregunta estaba cantada.
Después me quedé pensando en que tendría que haberle contestado algo y le trasladé la pregunta a un amigo físico que me dio una explicación simplificada que aún así no entendí, mucho menos la iba a entender él.
Pasó un año y volvemos a disfrutar de las noches de verano, así que una noche sin viento, tranquila y cálida, nos acostamos a mirar las estrellas en el fondo de una casita de playa. Le cuento lo mismo que le conté el año pasado: que esos puntitos de luz son enormes pero apenas se ven por lo lejos que están. Incluso le digo que son pelotas gigantes, más calientes que el horno cuando mamá saca las galletitas pero esta vez no me pregunta nada.
Ya conoce a las tres Marías así que lo primero es ubicarlas. Después nos quedamos mirando al sur, escuchando el rumor del océano. Estoy pensando en hablarle de las constelaciones, en figuras que otros vieron y nombres que otros les pusieron, con historias y todo, cuando me dice:
—Hay un monstruo ahí. Esas son la boca —me señala la Cruz del Sur.
—¿Las de ahí abajo?
—Sí.
Me quedo pasmado.
Después mira hacia atrás, arqueando la espalda para que la cabeza mire al revés y hacia el costado, hacia el noreste.
—Esa estrella está torcida —me dice señalando a una que está lejos de la estela principal. Sospecho que es un planeta.
—Sí, anda medio perdida esa, ¿no?
—Sí, está torcida.
—Y allá hay un garaje —señala para el otro lado, hacia el suroeste.
Mirá vos, la constelación del garaje, pienso. Orión tiene dónde guardar el auto.
—Y ahí hay una espina de dinosaurio, ¿la ves?
—Mmm…no me doy cuenta.
—Está ahí, viejo.
—No me digas viejo, decime papá; tenés tres años y medio.
—Vie jo —repite separando las sílabas, para pelearme—, esas que están allá son espinas de dinosaurio.
Qué lindo es estar así, mirando las estrellas. Lo único que molesta un poco es el resplandor de la luz de la calle, al otro lado de la casa, que nos empobrece la oferta astral, y los mosquitos, que por más que uno se ponga repelente, acaban por ganar. Hay desodorantes que te protegen 72 horas de tu propio olor pero contra los mosquitos esta cosa aguanta media hora.
—¿Me esperás que voy a traer un libro? No te duermas, ¿ta?
—No Vice, está oscuro acá, después leemos adentro.
—Bueno…¿Un día podemos volar hasta la luna, o a las estrellas? —vuelve a engancharse al cielo.
—A la luna podría ser pero las estrellas están lejazo. Pero podemos ir a Piriápolis un día de estos. ¿Querés ir a Piriápolis?
—Sí…
Todavía no le he dicho que la tierra es redonda. No sé cómo se lo va a tomar. Tal vez deba esperar a que se le pase la época de los berrinches. Además para ir al jardín es información que no necesita. Ya es bastante duro para un adulto saber que vivimos en un universo en expansión donde estamos cada vez más solos, un universo helado y vacío en donde apenas dos elementos —el hidrógeno y el helio—constituyen el 99% de la materia y queda un raquítico 1% para todo lo demás, incluyéndonos a nosotros aquí tendidos y al mosquito que acabo de aplastar en el antebrazo, qué necesidad de abrumarlo con una escala inabarcable, una escala que no llego a representarme.
Hace poco leí que Tycho Brahe, el astrónomo danés, tenía 26 años cuando hizo sus aportes fundamentales. En su época la cosmogonía imperante sostenía que las estrellas se movían en esferas de cristal, flor de bolazo pero no hay que burlarse, que hoy por hoy aún hay gente terraplanista. Las fronteras del conocimiento se alcanzaban pronto y bastaba una mente brillante y la simple observación para aportar a una teoría que cambiaría el mundo. Hoy una persona de esa edad está apenas empezando a saber algo, es imposible que haga un aporte comparable, y además es probable que ni siquiera haya tenido ocasión de mirar mucho el cielo, víctima de la contaminación lumínica actual. Poca gente disfruta de semejante cosa, la mayoría ni siquiera de vacaciones puede darse el lujo de estar en un sitio que permita acostarse a mirar una vía láctea decente. Vivimos acostumbrados a ver una veintena de estrellas de morondanga mientras que nuestros ancestros veían miles.
Pero el cielo nocturno que observaba el bueno de Tycho es prácticamente el mismo que disfrutamos nosotros esta noche y sin embargo es tan distinto. Las estrellas se siguen alejando a una velocidad acalambrante, —algunas hasta 100 mil kilómetros por segundo, un tercio de la velocidad con la que nos llega su luz—, el cielo que vemos es una noticia vieja, o más bien un montón de titulares de hace millones y millones de años.
La luz que huye sigue siendo tan hermosa mientras un hijo y su padre están tendidos conversando y contemplando el infinito y me maravilla que no ha cumplido cuatro años pero ya hace lo que ha hecho el ser humano toda la vida: imaginar seres y cosas uniendo esos puntos. Y aunque la Unión Astronómica Internacional acordó las constelaciones oficiales hace casi cien años, seguirá habiendo nuevas cada vez que alguien se tire panza arriba una noche sin nubes y sin luna. Me pregunto qué verá Vice el verano que viene, y se me da por viajar al pasado y me pregunto qué verían en la época en que pensaban que todo se movía alrededor de la Tierra, qué verían cuando miraban el cielo mucho más que nosotros que estamos presos de la libertad que nos dio divorciarnos de la oscuridad, qué verían hace dos mil veranos allí donde esta noche Vicente me enseña la constelación del garaje.