Regalado

Las relaciones de pareja se determinan en los primeros dos meses. En ese período inicial se fijan las bases de cómo va a ser la relación en todo el futuro que tenga. Mientras se van conociendo y confirmando —o incluso averiguando— por qué es que se habían sentido atraídos, se configuran los límites, las tolerancias, las reglas de lo que luego será la cosa ya establecida, y pasado ese período inicial, es como si se escribiera un contrato en el aire. Un contrato de compra-venta —o de compra-compra mejor dicho— con formato y todo, que ambos firman sin saberlo, el mismísimo día 61.

En Montevideo, el día 61 de agosto, se firma el siguiente contrato entre por una parte la señora Haydée Canelonez, cédula tal, domiciliada en calle No sé qué, en adelante la contrayente, y por otra parte, el señor Walter Rocha, cédula cual, domiciliado en avenida No sé cuánto, en adelante el contraído, quienes han convenido en la celebración de un contrato de relacionamiento y fianza según las siguientes cláusulas. Y sigue una serie de artículos atinentes a temas como las manifestaciones de cariño, el lado de la cama, los espacios, las salidas con amigos, las visitas a los parientes, las tareas del hogar, las vacaciones, si hijos o no, si mascotas o qué, los regalos.

Justamente en ese último aspecto yo marqué la cancha desde el principio. Para el primer San Valentín quería regalarle algo que no tuviera, que perdurara y que fuera útil, así que le regalé un pisa-papas. Todavía lo tenemos y lo seguimos usando. Esto configuró los siguientes días de los enamorados: no hubo más regalos ese día. Punto para mí. Pero no soy tan campeón: en el contrato ya decía que no creíamos en ese «día de». (Yo no creo en ninguno pero eso no quedó bien escrito en el contrato). Sin embargo no logré mantenerme y años después caí por casa un 12 o un 14 de febrero —no recuerdo bien qué día cae— con una caja de bombones polacos.

La primera vez que cumplió años estando en pareja conmigo hacía unos meses que salíamos, aún no vivíamos juntos y con la misma filosofía busqué regalarle algo que le faltara. Le compré dos jarras de cerveza para poner en el freezer. Eran medio ordinarias, hay que admitirlo, las compré en el supermercado cercano a casa, y eran de esas que se les ve la costura todo a lo largo del asa. No tenía papel de regalo así que las envolví en papel de diario. Le regalé más cosas aquel cumpleaños pero ha pasado una década y ninguno de los dos se acuerda de los otros regalos. Lo único que recordamos son aquellas dos jarras, que todavía tenemos y que siguen entrando y saliendo del freezer con abnegación.

Al año y medio de haber comenzado la relación nos fuimos a vivir a Alemania. Con la llegada del primer invierno nos dimos cuenta de que nuestra ropa no era la mejor para enfrentarlo, incluyendo en su caso unas botas con las que se congelaba los pies. Me lo dijo unos pocos días antes de su cumpleaños así que pensé en remediar eso y cuando digo remediar no estoy hablando de que se pusiera dos pares de medias, aunque no anduve muy lejos: le regalé unas plantillas térmicas.

—¡No podés! —me dijo cuando se las dí.
Recién entonces me di cuenta de que lo que me había parecido una excelente idea no lo era tanto: ella esperaba un par de botas nuevas.
—Pero mirá que son abrigadas estas… este… plantillas. Mirá, acá dice que son térmicas: auswechselbare wärmeisolierende Einlegesohle, speziell für die kalte Jahreszeit. Y además vienen con weiche Fersendämpfung, gute Feuchtigkeitsaufnahme, y son atmungsaktiv y antistatisch —le dije leyendo el paquete, tratando de pronunciar bien.
—Ah, qué bueno que son antistatisch, esperá que me siento y me las pruebo.
—No te gustaron… Pero mirá que el regalo principal no es este, es este otro. Las plantillas las compré después como complemento, nunca tan bien dicho.
Le di el regalo que había comprado en primer término: un libro de recetas dulces. Mejor, pero la cagada ya estaba hecha.

Llegados a este punto ya vamos viendo las dificultades que tengo para elegir regalos. Es hereditario: una vez mi padre le regaló a mi madre para su cumpleaños, una botella de vino. El mundo se divide entre los que regalan bien y los que regalan mal y yo soy de estos últimos. Lo único que sé regalar son libros y canciones. Las canciones las hago yo, para los libros soy capaz de entrar en una librería pero el problema es comprar cualquier otra cosa. Uno de los regalos que más le gustó de todos los que le he hecho, casi el único bah, es una…un…una prenda para la parte de arriba que le compré en Buenos Aires en la casa de ropa de Natalia Oreiro para un día de la madre. Me ayudó Victoria, una amiga sin la cual ni siquiera hubiera sido capaz de entrar al local.

Y es que odio ir de compras, y más si es a un shopping, un no lugar, como los aeropuertos, pero en estos al menos uno va porque se quiere ir a otro lado, lo incomprensible de los shoppings es que es un despropósito sin ventanas en donde no se eleva el espíritu, ni se cultiva el intelecto, ni se ejercita el cuerpo, ni se disfruta de la naturaleza, ni se hacen amigos, ni se descansa, ni se ama. Ni siquiera sirve para conseguir drogas ilegales. ¿Para qué sirve? Un lugar hiper-ventilado con empleados mal pagados que quieren venderle cosas a gente que no las necesita pero que las compra igual porque sospecha que la cosa va por ahí. Claro que estar vestido es una necesidad, por suerte hay gente para todo, y gracias a mis seres queridos yo no tengo que andar vestido con una sábana, como Julio César.

Para otro cumpleaños estábamos de viaje por México y una tarde paseando por la peatonal del centro histórico de Oaxaca, vio un vestido rojo que le gustó así que ni perezoso ni lerdo le dije que se lo regalaba para su cumpleaños, que festejaríamos en Ciudad de México unos días más adelante. Así que entramos, se lo probó, le quedaba muy bien, así que valor y al toro, nos lo llevamos, feliz cumpleaños. Pero claro, no era algo que hubiera elegido yo y para cuando llegó el día del cumpleaños no tenía otra cosa y el vestido ya no era tan rojo, no estaba tan bonito, y empezaba a ser una de esas prendas que uno se anima a comprar en otro país porque imagina que es otro, que volverá capaz de vestirse diferente, pero luego, ya en casa, queda para una indefinida ocasión que nunca llega. Fue como si hubiera inflado un globo días antes y para el día de la fiesta ya estuviera desinflado, o peor, pinchado. Nunca se lo vi puesto.

Para el penúltimo día de la madre le regalé una calza. Cuando le dije que le había comprado dicha prenda no pasó nada pero el problema vino cuando le dije que era negra. Una calza negra, normal. Pues no. ¿Cómo se me iba a ocurrir que una calza negra no se puede, que no tiene gracia? Si era de algún color pasaba pero negra no. Misterio. Finalmente la cambié y le regalé una patineta y como la cosa venía torcida agregué coderas, rodilleras y muñequeras. Carísimo me salió haber elegido una calza negra. Antes de que piensen que la patineta era un regalo para mí, como las jarras de cerveza, aclaro que ella había manifestado que le gustaría aprender a andar en skate. Así que ahí tiene. Hay que tener mucho cuidado con las cosas que deseas porque se te pueden dar. Pensé que sería un regalo que no iba a usar pero me consolaba con que lo usaría Vicente pero para mi sorpresa ahí anda, tirándose de rampas y tratando de no morirse.

El último regalo fue hace poco. Estefanía terminó un master y no ha dejado pasar la ocasión. Estábamos en la mesa, merendando y le dice a Vicente en secreto pero como para que yo escuche:
—Vicen, decile a papá que tienen que hacerle un regalo a mamá por su recibimiento.
—Papá, vamos a hacerle un regalo a mamá —dice el hijo de su madre, bien mandado.
—Un dibujo —tiro para pelear.
—Un dibujo no —dice ella, pero se corrige:— bueno, sí, también —recalcando el «también».
—Bueno, ¿qué puede ser, Vice? Algo relacionado con las cosas que le gusta hacer —me muestro cooperante.
—Un delantal.
—Me gusta cómo pensás.
—¡Un delantal! ¡No!
—Un palote… —sugiere entonces.
—Jajaja, ¡hijo mío! —exclamo.
—¿De qué se ríen? pregunta, y es que no lo decía como chiste, estaba queriendo aportar en serio, y eso lo hace más gracioso. Pero como ya he aprendido, agrego:
—Pensemos algo fuera de la cocina, Vice —pero él ya se está yendo a su cuarto a buscar unas piezas de Lego.
—Un libro no —dice Estefanía, seria, porque ya me conoce y sabe que es lo único que sé comprar.
—Bueno, podría ser algo para el escritorio… Un porta-lápices.
—Jajaja —nos tentamos.
Vicente vuelve y le comento:
—Vicen, le propuse un porta-lápices pero no le gustó.
—No quiere nada mamá, hoy.
Lúcido el muchacho. Bajamos el telón y me quedo con el deber de comprar algo para la ceremonia de entrega que será al día siguiente.

Así que acá estoy, en una joyería de 18 de julio mirando dijes y caravanas. Me decido por unos aros de plata. Vuelvo a casa en la bici con la alforja, dentro la bolsita de papel satinado cerrada con un pegotín, dentro la cajita, dentro el terciopelo con dos rendijas, en ellas los aros plateados. Faltan menos de dos horas para la ceremonia y cuando llego, ella ya está peinada y maquillándose. Y esta vez, por fin, y sin ayuda de nadie, le emboco.

Regalado

Zorrillos

—Hay olor a zorrillo— me dice Vicente un día, saliendo de casa.
—¿Dónde andará ese bicho? ¿Será de alguien del edificio? —digo, y no le explico que en realidad la vecina está fumando porro.
Ocurre algo maravilloso cuando un niño empieza a dominar el habla. Los diálogos son muy divertidos porque por un lado adquiere mucho vocabulario con gran rapidez y arma oraciones que parecen dichas por un mayor, y por otra parte no conoce mucho del funcionamiento del mundo, las leyes de la física, la lógica, la naturaleza de tantos fenómenos, las costumbres, y entonces cuando intenta explicarlo se despacha con unas teorías explicadas con aplomo, totalmente erradas, pero hay que ver con qué lenguaje echadas por delante.

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Zorrillos

La constelación del garaje

Hace dos veranos Vicente me preguntó por qué el fuego da luz. Qué buena pregunta, me quedé pensando, y qué buena pregunta, acabé diciendo. Estábamos acostados en el pasto mirando las estrellas y se me dio por contarle que esos puntitos de luz en realidad eran enormes pero se veían así de chiquitos porque estaban muy lejos. Y me preguntó por qué están lejos. Me pareció que aún no estaba para la teoría del Big Bang, y le dije que hacía mucho tiempo que se estaban yendo. Por no saber bien qué estaba a su alcance comprender, agregué más información aún más difícil, le dije que eran unas bolas de fuego enormes, más grandes que la casa en que estábamos y que lo que veíamos era la luz que daba ese fuego. La pregunta estaba cantada.

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La constelación del garaje

El viejo y el río

Durante nuestra estancia en Bonn, antes de que naciera Vicente, vivíamos a cuatro cuadras del Rin y ya que había varios clubes de remo en ambas orillas, me inscribí en un par y volví a remar —cosa que no hacía desde niño—, pero esta vez en serio, con banco móvil, en botes de fibra, de competición, unas naves espaciales, la clase de objetos que son lindos de ver, armoniosos y estilizados.

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El viejo y el río

Conversaciones en el parque

Una tarde, acompaño a la madrina de Vicente y su perra, que andaba necesitando salir, cuando nos cruzamos con un tipo que también pasea con su mascota.
—Hola Mario —dice mi amiga.
—Hola Maga.
Nos detenemos para que los perros también se saluden y se huelan los culos, decimos dos o tres lugares comunes, y nos despedimos.
—¿Y este Mario quién es? —le pregunto.
—No, Mario es el perro, el tipo no tengo idea cómo se llama.
—Ah, con razón dijo Maga y no tu nombre, hizo lo mismo que vos.
—Sí, es que no sabe, tampoco. Es así con todos, sé los nombres de los perros con los que nos cruzamos pero ninguno de los dueños.
—A mí me pasa lo mismo con Vicente. Sé los nombres de todos los niños con los que juega en la plaza, y ninguno de los padres.

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Conversaciones en el parque

Seres de luz

Solos y de noche, era una máxima que tenían los Redondos a la hora de programar sus conciertos. Yo estoy solo pero son las nueve de la mañana y me entran los nervios porque es la primera vez en mi dilatada carrera musical que voy a tocar para un público que no ha bebido. Tampoco yo llevo alcohol en sangre, y tal vez tendría que haber tomado alguna cosita, pienso mientras entro al jardín de infantes, guitarra al hombro, dispuesto a compartir unas elevadas piezas musicales con Vicente y sus compañeros. Dicen que los niños son el público más exigente porque no tienen reparos en demostrar aburrimiento, desagrado o fastidio —unas bestias sin educación, en definitiva—, lo que aumenta mi cautela.

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Seres de luz

La historia del sacamocos eléctrico, y otros cuentos

Reproducirse implica hoy convivir con el animal más dañino para el medio ambiente: el bebé humano. A los pañales deshechables, que son una calamidad desde el punto de vista ambiental, hay que sumarle una catarata impresionante de cosas sin las cuales es imposible criar un bebé: cambiador, bañito, almohadón mojable, nido, cuna, colecho, sillita mecedora, corral, practicuna, mamaderas y calienta-mamaderas, chupetes, toneladas de algodón, sillita de comer, baberos, silla para el auto, cochecito, huevito, paragüita, el colgajo que gira y tiene música que se pone en la cuna —que teníamos dos así que uno estaba en la cabecera y el otro a los pies—, toallitas húmedas, peluches, talco, y —atentos— un sacamocos eléctrico. Y hasta ahí llegué.

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Hay revancha

Vicente cumplió su primer año en abril del 2021, cuando Uruguay era el peor país en cantidad de muertos por covid en relación a la población —gracias a la solitaria y oligofrénica política de la libertad responsable—, de manera que el ambiente no estaba para hacer fiestita. Afortunadamente este año la cosa aflojó y pudimos festejarle, así que allá salimos a ver salones, comprar sorpresitas, elegir lo dulce y lo salado, purgar la lista de invitados y enseñarle que muestre su edad con los dedos. Tal vez el plural sea algo excesivo: la madre llevó la voz cantante y yo me limité a los coros y a poner el plástico cuando me fue solicitado.

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Hay revancha

Apuntes de las vacaciones

En la playa, la actividad principal de un padre de un niño de veinte meses es ir a buscar agua. Voy y vengo con un baldecito celeste. Y lo hago tantas veces que cada vez tengo que ir más lejos. Al menos estoy combatiendo el aumento del nivel del mar debido al calentamiento global. La actividad principal de un niño de veinte meses es tirar el agua que ha ido a recoger en compañía de su padre. La tira en cualquier lado, la joda es mojar la arena, incluso no importa si ya está mojada.

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Apuntes de las vacaciones

La guerra de los mundos

Una de las cosas que me preocupa es que soy un padre viejo. Voy a cumplir 50 años y Vico tiene un año recién cumplido. En otros tiempos, esto no representaba un problema por tres razones: los padres de 50 no eran primerizos, habían tenido como diez antes y se les habían muerto dos o tres. Johann Sebastian Bach, por ejemplo, tuvo 20 hijos: siete con su primera esposa, que era prima segunda suya, y 13 con la segunda. Fue padre por primera vez con 22 años y por última con 57. La segunda razón es que la crianza no era asunto del padre, y si tenían dinero, tampoco de la madre. Hoy por hoy está bien visto que los padres se ocupen de sus hijos y desentenderse es un lujo que sólo se puede dar Mick Jagger y algún otro.

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