Una tarde, acompaño a la madrina de Vicente y su perra, que andaba necesitando salir, cuando nos cruzamos con un tipo que también pasea con su mascota.
—Hola Mario —dice mi amiga.
—Hola Maga.
Nos detenemos para que los perros también se saluden y se huelan los culos, decimos dos o tres lugares comunes, y nos despedimos.
—¿Y este Mario quién es? —le pregunto.
—No, Mario es el perro, el tipo no tengo idea cómo se llama.
—Ah, con razón dijo Maga y no tu nombre, hizo lo mismo que vos.
—Sí, es que no sabe, tampoco. Es así con todos, sé los nombres de los perros con los que nos cruzamos pero ninguno de los dueños.
—A mí me pasa lo mismo con Vicente. Sé los nombres de todos los niños con los que juega en la plaza, y ninguno de los padres.
En particular, con el padre de Camila hemos venido encontrándonos de casualidad desde que terminó la pandemia. A la segunda o tercera vez ya nos saludábamos por vía indirecta.
—Hola, Camila —saludo.
—Hola, Vicente —me responde su padre.
Después nos miramos y nos decimos «hola ¿todo bien?», o cualquier otro saludo general.
Camila tiene seis meses más que Vico y a su edad se notan, pero por aquellos días él había hecho un progreso trascendental que eliminaba una diferencia: se había largado a caminar, un hito casi tan importante como cuando se descubrió el pito.
—¡Opa! Caminas que es un espectáculo, Vicente —le tiró onda el padre de Cami.
—Sí, un espectáculo de slapstick, lo suyo es el golpe y porrazo. Si le pinto un bigotito, es Chaplin.
—Y sí, cuando son chiquitos viven cayéndose.
—Sí, y viste que los bebés son balerosos, lo cual fomenta las caídas.
—Son valientes, sí.
—No, sí, puede ser, pero yo decía balerosos con be: tienen grande el balero.
La conversación siempre empieza así, hablando de los niños, una charla superficial y plagada de situaciones divertidas de contar pero no de vivir, porque los hijos hacen más o menos los mismos progresos pero se mandan cagadas de lo más variopintas: yo le cuento que Vice metió una banana pelada en el lavarropas y que salió un lavado con perfume a licuado, él me cuenta que Cami vació un protector solar en el cajón de las ollas. La misión a esa edad es rastrillar la casa buscando cosas, no importa qué, cosas que hay que cambiar de lugar, no importa a dónde. Al año de vida, explorar el mundo es abrir los cajones, ver qué hay ahí adentro y ponerlo en otro lado.
De a poco, a fuerza de encuentros casuales, fue surgiendo una complicidad hija de ser dos semejantes que están pasando por lo mismo, y en algún momento ambos nos sinceramos y reconocimos que estar ahí parado, mientras el crío come tierra o se pelea con otro por un juguete, es bastante aburrido. En definitiva somos como guardias, cuidadores del orden. La llegada de un compadre es un alivio, abre la posibilidad de conversar un poco, al tiempo que los herederos intentan trepar un murito sin preguntarse cuál es el sentido de la vida. La confianza también nos permite hablar de otro ser que venimos conociendo desde el mismo día que el bebé: la madre. De la que vivía antes con nosotros nunca más se supo.
—Es muy loco esto de que te vas con tu pareja al hospital cuando está por parir, y volvés con el bebé y con su madre. Es decir, vas con una persona conocida y volvés con dos personas desconocidas, una de las cuales —la que pesa menos—, es totalmente dependiente de vos y de esa otra persona que no conocés —me dice.
—Es tremendo. Y de esto no se habla. Mucho calostro, mucho meconio, que el puerperio, que la epidural, pero en ninguna charla preparan al padre para semejante cosa.
—Lo más perturbador es que la madre se parece un poco a la que vivía antes conmigo, a veces me da la sensación de que volvió, es un segundo, la veo de espaldas haciendo algo en la cocina y pienso «es ella», pero no, dice algo y…
—Es la madre.
—Es la madre.
—¿Cómo llevaste eso de ser el cero a la izquierda, el tercero por fuera de la famosa díada?
—Mal, muy mal. Yo entiendo que hay una conexión ahí, y que la madre tiene superpoderes. Con tetas cualquiera calma un bebé. Lo meritorio es calmarlo sin ese amansaloco.
—Muy cierto. Las madres están sobrevaloradas. Pero Vice ya no toma, dejó al año. ¿Cami sigue tomando?
—No, tampoco. Hace rato que no. ¿Estás viendo alguna serie? —cambia de tema antes de que se note la incongruencia.
—Estoy viendo una en Netflix que se llama Sexo y vida, porque son dos cosas que no tengo.
—¿Está buena?
—Es malísima. ¿Vos estás viendo algo?
—Working moms, también en Netflix.
—No me digas nada. La acompañas a tu mujer.
—Y sí.
Y entonces volvemos a hablar de la peonada.
—Los bebés son gente sacrificada —dice este compañero del alma que no sé cómo se llama—, no es fácil ser bebé. Vivís en un mundo pensado para especímenes de otro tamaño, escalones grandes y barandas altas, lleno de cosas que no están diseñadas para ser vistas desde abajo. Ni siquiera el largo de los días está pensado para vos, que necesitas meter siestas para abarcarlo, con la inquietante consecuencia de que podés dormirte en casa de tu tía Haydée y cuando te despertás, estás en una mueblería. ¿Qué cabeza adulta resistiría eso?
—Bueno, yo tengo un primo que estando de viaje se despertó en otro pueblo, pero eso fue el resultado de una noche contundente, en general no pasa.
—No aclares que oscurece, como le dijeron a esa vedette que anunció que iba a hacerse un blanqueo anal.
—Jaja. En fin. Pasar a vivir con un bebé, más allá de lo increíblemente tierno y de las emociones e instintos que despierta, es pasar a convivir también con una representación dibujada y peluchizada del reino animal. ¿No te ha pasado que te has encontrado con libros de distintas colecciones, con animales, que tienen el mismo argumento? El animalito que come muchos dulces y después le duele la panza… Todos son con animales, no sé por qué, pero debe estar estudiado que las moralejas entran más con bichos que con gente, desde Esopo que ya se sabe. El gato Pipo que deja su chupete, el canguro Marcelino que ya duerme solo; Lito, el perro que aprende a compartir; el león Serafín que deja el biberón; el mono Tito que ya no usa pañal…
—El mono Mario deja las drogas, ¿no está?
—¡El mono Mario! jaja. ¿Qué estará haciendo el mono Mario en este momento?
—Ojo que se te va Vice.
—¡Vice, vení, pará!
—Ahora que lo pienso, es raro hablarle de animales a un bebé que lo único que ha visto son seres humanos y no demasiados, y como mucho algún perro o algún gato. Uno le habla de leones y elefantes y le muestra figuras, dibujos que incluso a veces dejan mucho que desear, pero jamas ha visto uno en vivo. Y como vienen libros de otros países, ve dibujos de animales que no va a ver acá en la puta vida.
—Sí, ¿y viste el éxito que tienen los dinosaurios en la peonada? Es impresionante.
—Yo admiro cómo incorporan habilidades. Se instalan diez aplicaciones por día directamente en el cerebro mientras nosotros instalamos cada tanto alguna app en el celular porque en la cabeza es imposible, ya la tenemos llena.
—Y no precisamente de la mejor manera.
—Sí, encima eso.
Ha pasado el tiempo, los niños ya se saludan y juegan juntos, y nuestra conversación ha tomando otros vuelos, temas de adultos nos ocupan la tardecita, cosas más elaboradas, vamos entrando en confianza y la charla se pone más profunda. Para muestra vaya este sesudo intercambio de la última vez que nos vimos:
—Yo lo que no entiendo es cómo León Gieco hizo una canción con palabras solo con «o» y no usó la palabra socotroco.
—Jaja, no lo había notado.
—Y es difícil que no la haya tenido arriba de la mesa. Tengo entendido que pidió que la gente le enviara palabras que no tuvieran otra vocal. Alguien le tiene que haber gritado «¡Socotroco, León!» Si no le llegó es un desastre y si le llegó y decidió no incluirla, también.
—La verdad, porque es una linda palabra.
—Hermosa.
—Socotroco…¿Será que no se usa en Argentina?
—¿No se prestan para encuentros más duraderos? Me refiero a los niños, sería más fácil conocer a los padres, ¿o no? —mi amiga me trae de nuevo al presente.
—Sí, no sé, puede ser. De hecho, estaba pensando en que sé el nombre de uno: Gabriel, el papá de Camila, una nena seis meses mayor que Vicente. Con ese loco ya charlamos de cualquier cosa. ¿Vos sabés por qué Leon Gieco, en la canción de los Orozco, no usó la palabra socotroco?
¡Es verdad que me encanta como escribís y que hace tiempo no leía nada! Vine a vichar, y estaba esta maravilla, así que para enterarme de las futuras, me suscribí, y escribí esta frase sin ninguna «o», ups.
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No se puede borrar el comentario anterior… ni editar… en todo caso lo importante es que me acordé de que escribías y leí esta maravilla
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Hola Mariana! Ah, no sé si yo puedo habilitar que se pueda editar, me voy a fijar. Pero en cualquier caso, gracias por leer y por los comentarios. ¿Vos sabés que tengo uno sin publicar que lo disparó una charla que tuvimos la última vez que nos vimos? Ahora que te suscribiste voy a rescatarlo, mirá.
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ah qué bueno! me intriga de qué sería la charla, recuerdo dónde fue. yo configuré esto acá para que me avise cuando publicás algo nuevo
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