Durante nuestra estancia en Bonn, antes de que naciera Vicente, vivíamos a cuatro cuadras del Rin y ya que había varios clubes de remo en ambas orillas, me inscribí en un par y volví a remar —cosa que no hacía desde niño—, pero esta vez en serio, con banco móvil, en botes de fibra, de competición, unas naves espaciales, la clase de objetos que son lindos de ver, armoniosos y estilizados.
Aprender a remar en el Rin es como aprender a andar en bici en una autopista, dicen los nativos. Y es que lo navegan tantos cargueros que es imposible contemplarlo más de quince minutos sin ver una barcaza río arriba o abajo. De hecho es la vía fluvial más importante del mundo en cuanto a densidad del tráfico comercial. Cuando les cuento a mis amigos que por el río Uruguay pasa un barco cada dos jueves y que llega a tener 11 kilómetros de ancho se sorprenden de lo poco que se utiliza y también de la anchura, porque en Europa está todo tan apretado que en esa distancia te meten dos pueblos y un Ikea en el medio.
Con las lluvias del invierno y de la primavera, el Rin crece hasta el borde mismo de la ciudad y arrastra troncos y ramas, y anega parques, tapando la base de los enormes arces costeros. No conozco río más lindo, sobre todo hacia arriba; los meandros que corren entre cerros coronados por castillos nos ofrecen hermosos paisajes desde el bote, los pueblos con sus paseos sobre la ribera, la floresta interrumpida por casas otrora nobles, los parques o paseos públicos donde la gente sale a correr o andar en bicicleta y hace picnics en los días soleados del efímero verano.
La primera clase es en la Ruderkasten, la pileta para aprender, y al verme, el profesor me pregunta si ya había remado antes. Me alegra que se note. Cuando era chico vivía a orillas del río Uruguay, y los fines de semana de buen tiempo mi padre nos llevaba a mi hermano Álvaro y a mí al Club de Remeros a dar una vuelta en bote. Había que elegir alguno de los cuatro o cinco que flotaban mansos, no importaba mucho cual: todos eran chalanas de madera con tres banquetas, pintura descascarada que dejaba ver azules anteriores, y nombres de mujer o de especies de agua dulce.
La primera tarea era sacar el agua estancada con un tarro y por último con esponja. El viejo se sentaba en la popa, el remero de turno al medio y el otro grumetillo podía desobedecer en la proa la orden de quedarse quieto. Aprendí a remar con cinco años, maravillado y asustado a la vez ante las paredes infinitas de acero de los barcos atracados en el puerto de Fray Bentos que esperaban su cargamento de granos, con sus enormes hélices que podíamos casi tocar cuando pasábamos por popa y que me daban miedo porque creía que si encendían el motor iban a girar a toda velocidad en un segundo y nos iban a picar en pedacitos.
Es notable cómo los recuerdos cambian con el tiempo, según lo que estemos viviendo. Recordar los paseos en bote con mi viejo siempre es evocar momentos felices (excepto el temita de las hélices). Era algo que hacíamos con él, una actividad de padre e hijos y eso ya era una fiesta para nosotros que pasábamos una semana, a veces quince días, sin él en casa, debido a su trabajo en obras viales. El club de Remeros era, pues, uno de nuestros lugares preferidos. Pero allí también había algo que yo no entendía. El recuerdo tenía una escena más que a mí no me decía nada, y que hasta ahora quedaba en un rincón oscuro porque al iluminador que trabaja en mi subconsciente no se le daba por apuntar el foco hacia allí.
Entre los pastos largos de un campo algo alejado dentro del predio del club, moría un velero que había tenido su época de gloria con el viejo al timón. El Sea Tiger era un snipe, un velero para dos personas, de cuatro metros y medio de eslora, sin cabina. Ni siquiera estaba dado vuelta para que no le entrara el agua. El sol había descascarado el barniz, los herrajes estaban oxidados, el mástil sin colocar, quién sabe dónde habían ido a parar las velas. Un par de veces, antes de ir a almorzar los tallarines de la abuela, pasamos por allí. Ese casco era un vestigio de otra época, de los años de juventud y soltería, de las regatas ganadas, de cuando tenía moto y pilotaba avionetas, de cuando jugaba al ajedrez con rivales serios y ganaba trofeos, y no con niños a los que no podía evitar ganarles.
Caminamos entre pastos que me llegaban a la cintura como si nos adentráramos en el pasado, pastos amarillos por la sequía y el mormaso de enero, o porque han pasado más de cuarenta años. Tal vez todavía tenía la esperanza de rescatarlo, o quizás sólo quería recordar que había sido otro, antes de que tuviera hijos y le hubiéramos cambiado la vida para siempre. Ahora el foco caprichoso de la memoria ilumina aquellas caminatas y las miro con otros ojos, porque ahora yo también tengo un hijo.
Creo que leo mejor lo que mi viejo sentía las veces que fuimos hasta allí. La infancia de Vicente ilumina la mía y veo al Javiercito de cinco años levantando la vista y mirando a su papá, que contempla absorto al compañero en dique seco. Le hace una caricia, acomoda algo, toma una pieza, la deja. No dice nada. Entonces nos mira y vuelve de allá lejos, sonríe, nos da la mano y nos vamos a casa.
❤️ emotivo Javier. Besos a todos
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Gracias Fiorella, besos!
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Muchos de la generacion de los 70’s nos identificamos con este relato. Muy muy bueno. Abrazo. Carlos Sobrino Fray Bentos.
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Gracias Carlos! Me quedé pensando en cómo será ahora la vida del club. Yo también soy de esa década, si no me hubiera mudado sin duda nos habríamos conocido. Abrazo.
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soy de 1969 como Alvarito.
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Ah, mirá vos, lo conociste a Alvaro, qué bueno. Ya vi un video tuyo sobre la historia de Fray Bentos. Dice mi madre que quiere recibir «cosas tuyas», jaja. Te contacto por fb. Abrazo
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Muy bueno Javier!
Me vino a la memoria que alguna vez me llevaron tambien a esos paseos en canoa.
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