Zorrillos

—Hay olor a zorrillo— me dice Vicente un día, saliendo de casa.
—¿Dónde andará ese bicho? ¿Será de alguien del edificio? —digo, y no le explico que en realidad la vecina está fumando porro.
Ocurre algo maravilloso cuando un niño empieza a dominar el habla. Los diálogos son muy divertidos porque por un lado adquiere mucho vocabulario con gran rapidez y arma oraciones que parecen dichas por un mayor, y por otra parte no conoce mucho del funcionamiento del mundo, las leyes de la física, la lógica, la naturaleza de tantos fenómenos, las costumbres, y entonces cuando intenta explicarlo se despacha con unas teorías explicadas con aplomo, totalmente erradas, pero hay que ver con qué lenguaje echadas por delante.

Días más tarde tenemos una entrevista con la maestra. La ha pedido la madre, preocupada por los niveles de violencia que ha exhibido con un par de amigos del jardín: están jugando lo más bien hasta que al menor conflicto la cosa escala en segundos a agarrarse a trompadas. La maestra nos tranquiliza: en parte es normal porque aún no tienen la habilidad para negociar, compartir o esperar turno y por supuesto que se trabaja el tema en clase. Se supone que la capacidad de verbalizar modera estos impulsos pero se ve que no es inmediato.

Unos días después voy a buscarlo.
—¿Cómo te fue hoy?
—Bien. Peti me dijo que estoy en camilla —Peti es la maestra.
—En camilla… Ajá. ¿Y qué hiciste para estar en camilla?
—Con Toto escondimos las mochilas en el baño.
Le ayudo a ponerse la campera y estamos por irnos pero se da vuelta y dice:
—¡Chau zapallo abierto! —Vicente y dos amigos tienen por costumbre despedirse a los gritos y con insultos graciosos.
—¡Chau, perro con tres patas! —le grita el otro.
—¡Chau, cuchillo que no corta!
—¡Cachirulo cuchufleco!
La cosa es que el volumen y los calificativos son proporcionales a la distancia: cuanto más lejos están, mayor es el volumen y más subido de tono es lo que se gritan:
—¡Chau, culo cagado!
—¡Chau, caramelo de mierda!

Tanto es así que la institución ha tenido que tomar cartas en el asunto y ahí estamos sus padres unos días después de nuevo sentados escuchando a la maestra, diciéndonos que eso no está bien. Me pongo en el lugar de las autoridades y pienso que a lo mejor les preocupa la imagen que están dando, y más teniendo en cuenta que estamos en período de inscripciones. Yo guardo un discreto silencio y asiento tímidamente porque tengo la sospecha de que he tenido que ver en esto por todos lados: primero porque yo hago lo mismo con Vicente, nos divertimos diciéndonos cosas así. Es más, todo empezó con un juego mientras lo llevo en bicicleta: gritarles cotonete a los automovilistas (él, yo no). Segundo, porque la escalada a malas palabras es hija de que las aprendió conmigo, que las uso más que el capitán Haddock antes de dejar el alcohol. Y tercero porque incluso le digo que no son malas, y que puede usar perfectamente la palabra culo porque es una palabra común y corriente que todo el mundo tiene al alcance de la mano y el papel. Y suelo aprovechar para tirar algunos tiros por elevación:
—Vice —le digo, serio—, mala palabra es consumismo, oligopolio, prestamista, mala palabra es alarma, ortodoncia, abstinencia, régimen, asambleadecopropietarios.

Creo que el problema cuando los «saludos» derivan a la mierda y afines es lo burdo: ya no exhiben la creatividad de combinar sustantivos y adjetivos que nunca habían estado juntos antes, que es lo que me fascina cuando juego a esto con él: si me decís «zapallo» nunca pensaré en «abierto» como un calificativo, me viene a la mente «hervido», pongamos, porque ya estoy anquilosado, pero Vice une palabras con más libertad y en ese torrente salen cosas sin sentido, o mejor aún, con un sentido nuevo, lo que vuelve al insulto mucho más difícil de responder, por lo absurdo o por lo extraño. De allí que gritarles cotonete a los choferes sea mejor que gritarles cornudo, ahora que lo pienso. Ambos calificativos no tienen nada que ver con la situación pero por alguna extraña razón el adjetivo cornudo sí se usa en todas las esquinas del país y el fulano al volante está más preparado para replicar.

Mientras estoy ahí sentado pienso en el discurso de Roberto Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua, en donde hace una reivindicación con mucho humor de las malas palabras, incluso cuestiona el concepto de tales. También pienso en el blog Patente de Corso, de Arturo Pérez Reverte, en donde putea con tanta calidad que hasta te dan ganas de estar de acuerdo con él. Y para terminar, viene a mi mente la Nomenclatura y Apología del Carajo del bien ponderado Francisco Acuña de Figueroa, que llenó catorce páginas de versos en donde puede comprobarse que ya por aquel entonces tenían a bien llamarle pija a la poronga y viceversa.

Recuerdo una estrofa que podría ayudarme en este trance: «No me vengan hipócritas devotos, tratando de indecentes mis razones, ellos dicen testículos y escrotos y se asustan de huevos y cojones». Así que ahí estoy, esbozando mentalmente algunas defensas detrás de tan ilustres caballeros, pero callo. Me da la sensación de que si como padre tengo que recurrir a argumentos traídos por escritores o dibujantes, o contestar en verso, es que la causa está perdida. Me parece que no son estos gremios los más valorados a la hora de escuchar opiniones sobre la crianza.

(Un tal John Gardner definía así a los escritores y los dibujantes no deben caer lejos: «Como otros tipos de inteligencia, la del narrador es en parte natural y en parte ejercitada. Se compone de varias cualidades, la mayoría de las cuales son, en la gente normal, señal de inmadurez o incivilidad: de ingenio (tendencia a hacer irrespetuosas asociaciones de ideas); de obstinación y tendencia al individualismo desabrido; de puerilidad (manifiesta falta de seriedad y de objetivo en la vida, afición a fantasear y a decir mentiras fútiles, desfachatez, malicia, indigna propensión a llorar por nada); de una marcada tendencia a la fijación oral o a la anal, o a ambas (la oral patente en su inclinación a comer, beber, fumar y charlar en demasía; la anal, en su aprensiva pulcritud y su grotesca fascinación por los chistes verdes); de una capacidad de evocación eidética y una memoria visual notables (rasgos típicos del adolescente aún reciente y del retrasado mental); de una extraña mezcla de naturaleza juguetona y comprometedora seriedad, la última a menudo acrecentada por sentimientos irracionalmente intensos en favor o en contra de la religión; de una vena socarrona despiadada; de inestabilidad psicológica; de temeridad, impulsividad e imprevisión; y, finalmente, de una inexplicable e incurable adicción a las historias, orales o escritas, buenas o malas». Con semejante definición no conviene invocarlos en ambientes pedagógicos).

Con el olor a zorrillo todavía fresco en mi memoria se me ocurre comparar a las malas palabras con los zorrillos. Podrán oler mal pero no los vas a matar por eso y no cabe duda de que forman parte del delicado equilibrio de la naturaleza. Allí están y su defensa es lo que más los define. Y también son hermosos, oigan.

Claro, yo entiendo que lo que es gracioso a cierto nivel choque un poco cuando deriva a la escatología y que esto resulte de mal gusto pero supongo que es normal dado que el muchacho está aún transitando la etapa anal, mientras que yo la superé hace como dos años ya. Y entonces vuelvo a la calidad para decirlas, porque no es lo mismo un niño expandiendo su vocabulario o un adolescente con un lenguaje limitadísimo que las posibilidades expresivas que tiene Pérez Reverte.

Pero más allá de la poca gracia de decir caca, me interesa hacer una defensa del juego en sí: dos niños que se gritan cosas ya tienen una confianza que los hermana, del mismo modo que un adulto se encuentra con un amigo y le dice «Qué hacés culorroto». Vice y sus amigos están jugando y nada menos que con el lenguaje, un juguete nuevo para ellos. Ya juega también haciendo rimas: rima con disimulo con disimulo (sic), como aprendió en el clasicazo Pican pican los mosquitos, y algún día jugará —espero— a pensar calambures y palíndromos.

Insultar en joda es, además, un juego en donde se desarrolla la creatividad, la inventiva y donde se entrena la capacidad de retórica, o al menos de retruco. Tomá, ¡cometa que no vuela! Y ya medio manijeado me pregunto: ¿no es peor tener pobreza de lenguaje y terminar haciendo un berrinche? Yo prefiero que putee.

—Javier.
—¿Eh? ¿Qué?
—¿Querés decir algo? ¿Estás escuchando?
—Eh, sí, sí. Este… O sea… las malas palabras son como los zorrillos, ¿no?… Quiero decir… ¿Lo tienen a Francisco Acuña de Figueroa?

Zorrillos

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